“Qué mal nos queremos. Qué mal andamos de cariño del bueno. Qué poco
nos paramos a darnos lo nuestro. Y ya no digamos lo de los demás. Qué
pronto se acabó lo que se nos daba, si es que se nos dio. En este
déficit emocional globalizado y transnacional no existen ya ni clases
medias ni clases altas, aquí todos somos mileuristas de un amor
hipotecado, aquí todo el mundo es un sin techo de amor del que duele
cuando sana, amor del de verdad.
Y todo por querernos mucho, muchísimo, sí, pero mal, con lo cual
acaba siendo peor el remedio que la enfermedad. Porque cuando algo es
malo y sin embargo escaso, no hay que preocuparse demasiado, es mucho
más fácil de evitar, y ya no digamos de erradicar. Pero si encima te lo
profesan en cantidades industriales, si hablamos de una pandemia a nivel
mundial, inténtate tú escapar. Es imposible. Y así nos va.
Qué mal nos queremos. De verdad. Existen quereres de los que damos
por descontados. Su único gran defecto es que siempre estuvieron ahí,
sin pedir nada a cambio, sin hacer demasiado ruido y tampoco hubo que
hacer mucho para currárselos. Es el querer de una madre, sí, pero
también cualquier amor que llegue demasiado pronto, demasiado fácil,
demasiado incondicional, ése que cuando te vienes a dar cuenta de que lo
tenías, te giras y ya no está. Y es entonces cuando empiezas a echarlo
de menos. Cuando ya es tarde. Cuando ya no se le puede corresponder… ni
apartar.
Y es que no sé si lo ves, pero mal, nos queremos un rato. Mira el
amor propio, el amor a uno mismo. Ése que alguno confunde con soberbia o
prepotencia y a otros les da vergüenza manifestar. La gente aquí no
tiene punto medio: o se pasa de frenada, como es mi caso, o en su vida
no lo llega ni a probar. Esta última es la humildad mal entendida, la
que te divide día a día como individuo y te apaga como una vela en medio
de esta tempestad a la que llamamos rutina. Lo necesario que es pasar
más tiempo con uno mismo, para poder pasarlo con los demás. Lo difícil
es encontrarle el punto, apretarle a la vida, exigirle siempre un
poquito más. Conocer los propios límites y ponerlos cada día a prueba, y
comprobar que cuando tú te acercas, siempre se acojonan y acaban
refugiándose un poco más allá.
Y así no es de extrañar que haya gente que se quiera tan flojo. Nos
enamoramos y hacemos ver que nos da igual. Vayamos poquito a poco, no te
vaya a soltar un te quiero demasiado pronto, no nos vayamos a
precipitar. Como si esto que te sale del corazón fuese agua del grifo.
Ahora lo caliento, ahora lo enfrío. Ahora le doy a chorro. Ahora gotita a
gotita y no más. Y el día menos pensado se te olvida quitar la llave de
paso y te encuentras flotando empapado en medio de tu propia soledad.
Uno no elige cuándo ni de quién se enamora, como tampoco se puede elegir
la velocidad. Falacias que nos contamos a nosotros mismos, tratando de
convencer a un amigo que ya hace tiempo que ni nos cree, ni nos ha
dejado de escuchar.
Dentro de este ramillete improvisado de amores nocivos, no podíamos
olvidar los que encuentran placer simplemente en hacerse daño. Los
yonkis de la intensidad. Es difícil llegar a admitirlo, pero algunos lo
consiguen. Y entonces qué. Porque destruirse es como acariciarse: por
muy bueno que seas contigo mismo, siempre hay alguien que lo hará mucho
mejor por ti. Aunque sea porque llega adonde tú no llegarías jamás. Y es
que nadie me hiere como tú.
Qué mal nos queremos cuando quererse es atraparse, meterse en una
urna y verse marchitar. Entramos en el mundo de los reproches, de las
libertades fingidas, del tú verás, del te quiero tal como te imagino.
T’estimo, ets perfecte, ja et canviaré.
Y para terminar, para que nadie se sienta excluido, aplaudamos la
inmensa horda de amores pantalla. Los que lo son de cara a la galería,
porque a nadie se le ocurre nunca profundizar. La cantidad de parejas
que cenan siempre en silencio. Parejas que si se cuentan el día, lo
hacen como quien repasa sin hambre la carta. Parejas que han olvidado
que el hecho de hablar no tiene nada que ver con el acto de comunicarse.
Para lo primero basta con mover la boca y emitir fonemas. Para lo
segundo, además, hay que mover el corazón. Propio y ajeno.
Y hablando de ajenos.
Por muy mal que nos queramos todos, jamás olvides que siempre estarán peor los demás.
A que sí, cariño.”